La inmensidad del mundo

Foto: Librería Libro Verde
«Todo lo que experimentamos no es más que una versión filtrada de lo que podríamos vivir»

¿Como siente y ve el mundo un pulpo? ¿Cuantos colores perciben los colibríes? ¿Como es que aves y ballenas son capaces de recorrer miles de kilometros en sus viajes migratorios sin perderse? ¿Cuantos mundos sensoriales escapan de nuestra burbuja?

En La inmensidad del mundo, el periodista científico Ed Yong nos sumerge en el universo de los sentidos animales desde una perspectiva completamente diferente. Nos invita a imaginar texturas, sonidos, imágenes, vibraciones, olores y sabores, así como campos eléctricos y magnéticos. Decimos «imaginar» porque el libro se centra en todo aquello que está fuera de nuestra percepción sensorial, pero que constituye el mundo cotidiano de miles de otras especies. Cada especie del mundo, incluida la nuestra, está encerrada en su propia burbuja sensorial y percibe solo una pequeña parte de la inmensidad de la biosfera. El libro explora todas esas otras formas de percepción.

«El planeta Tierra bulle de imágenes y texturas, de sonidos y vibraciones, de olores y sabores , de campos eléctricos y magnéticos. Pero cada animal solo es capaz de percibir una pequeña fracción del total de la realidad» (p.15)

Lo primero que hace el autor es introducirnos al concepto de Umwelt, del que ya hablamos en este artículo. El término, definido por el zoólogo Jacob Von Uexküll, se refiere a «la parte de ese entorno que cada animal es capaz de percibir y experimentar (…), una multitud de criaturas podrían ocupar el mismo espacio físico y tener Umwelten diferentes por completo» (p.15).

Cada especie tiene su propio Umwelt, es decir, su mundo perceptual único y específico. Estos Umwelten abren ventanas a realidades y experiencias que trascienden nuestro entendimiento. Sin embargo, como dice Yong, «la manifestación más común y menos reconocida del antropomorfismo es la tendencia a olvidar los demás Umwelten, a enmarcar la vida de los animales en función de nuestros sentidos, no de los suyos» (p.22). Esta tendencia me recuerda a lo que señala el etólogo Frans de Waal en su libro «¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales?», la insoportable necesidad del humano de medir todo bajo su propia vara. De este modo, «las explicaciones de una científica sobre otros animales vienen dictadas por los datos que ella misma recoge, que están influenciados por las preguntas que se hace, que a su vez guían su imaginación, que esta delimitada por sus sentidos. Las fronteras del Umwelt humano opacan los Umwelten ajenos» (p.22).

Una vez hechas las definiciones y aclaraciones, el autor se embarca en un viaje a través de los Umwelten de muchas otras especies. Desde la capacidad de percibir olores y sabores, hasta las distintas formas de ver la luz o detectar los campos magnéticos de la Tierra, el libro se convierte en un antídoto contra una visión reduccionista de los sentidos y lo que significa observar el mundo desde diferentes perspectivas. Particularmente, me resultó fascinante la diversidad de mundos que se desarrollan, tan completamente ajenos a mí. Por razones obvias (el libro tiene más de 300 páginas), no vamos a comentar todas, pero sí algunos fragmentos que, siento, podrían despertar tu curiosidad y hacer que quieras saber más.

«…la visión dicromática permite distinguir solo aproximadamente el 1 por ciento de los colores que vemos los tricrómatas (decenas de miles, en comparación con millones). Si existiese la misma brecha entre tricrómatas y tetracrómatas, nosotros solo seríamos capaces de ver en torno al 1 por ciento de los cientos de millones de colores que es capaz de distinguir un ave. (…) Los colibriés, con sus cuatro conos, pueden ver muchísimos (cócteles de colores), como por ejemplo el rojo-UV, el verde-UV, el amarillo-UV (…). Para un ave, las praderas y los bosques palpitan en vúrpura y amúrpura. Para un colibrí coliancho, las plumas color magenta intenso de los pechos de los machos, son en realidad ultrapúrpura»
«Los aligátores tienen filas de bultos oscuros a lo largo del borde de las mandíbulas, como si llevaran barbas de puntos negros. (…) son receptores de presión que pueden detectar vibraciones en la superficie del agua. (…) Cuando una madre cocodriliana oye los gritos de los infantes a punto de salir de los huevos, puede usar los bultos para aplicar justo la fuerza exacta para romper la cáscara. Cuando lleva a sus crías en las mandíbulas, su fino sentido del tacto le sirve para distinguir entre las presas que debería morder y los bebés que no. Esto va en contra de los estereotipos que podríamos tener sobre los cocodrilos como animales bestiales e insensibles. (…) Están cubiertos de la cabeza a la cola de sensores que son 10 veces más sensibles a las fluctuaciones de presión que las yemas de los dedos humanos.»

El insecto espino (Tylopelta gibbera) es una especie de insecto chupador de savia que hace uso de las vibraciones para comunicarse: «Al contraer rápidamente unos músculos de su abdomen, pueden crear vibraciones que circulan por las plantas en las que están posados y suben por las patas de otros insectos espinos. (…) Las plantas son unos portadores fantásticos de las ondas de superficie. Los insectos se aprovechan de esta propiedad y llenan las plantas de canciones vibratorias. Entre los insectos espino, los saltahojas, los grillos, los saltamontes y otros, Cocroft estima que alrededor de 200.000 especies de insectos se comunican mediante vibraciones de superficie.» P.196;197

Toda esta riqueza de percepciones más allá de la humana no hay que darla por hecha. El libro también es una reflexión sobre los mundos que estamos destruyendo. El último capítulo habla de cómo la contaminación lumínica, acústica, de los océanos y atmosférica pone en riesgo toda la diversidad de paisajes sensoriales. «Nuestra influencia no es inherentemente destructora, pero a menudo es homogeneizadora» (p. 342). Cuando ignoramos la maravillosa diversidad de formas de percibir y sentir el mundo, podemos pecar de cínicos y soberbios: ¿qué importancia tiene que haya menos variedad de insectos y peces que son similares? ¿Qué importa si en el bosque hay 10 o 15 especies menos de pájaros? Estas preguntas reflejan más sobre una limitada comprensión del planeta que sobre la posibilidad de «reemplazar» especies. «Cuando estas especies se extinguen, también se extinguen sus Umwelten. Con cada criatura que desaparece, perdemos una forma de darle sentido al mundo. Nuestras burbujas sensoriales nos escudan de conocer esas pérdidas, pero no nos protegen de las consecuencias.» (P:343)

Lo que + me gusto: La variedad de casos y ejemplos que da el libro y la manera de contarlos me encanto. El concepto de Umwelt y las reflexiones finales sobre la perdida de paisajes sensoriales me parece algo que, desde la divulgación, debemos tomar.
Lo que – me gusto: Sentí que a veces el autor pecaba un poco de antropocentrista. Algunos estudios que se detallan en el libro no solían considerar los intereses de la especie estudiada: delfines «entrenados» o ratas enjauladas. Si tan fascinantes son sus cualidades, ¿no deberíamos pensar en respetar más sus vidas? Me hubiese gustado, al menos, una reflexión sobre cómo la obsesión de la ciencia por obtener conocimiento a veces puede ser cruel y desconsiderada.

¿Que preguntas me abrio este libro?
¿Cómo llevar estos conocimientos a la conservación? ¿Es posible seguir explorando Umwelten ajenos sin la necesidad de encerrar animales? En un mundo cada vez más necesitado de conectar a las personas con la diversidad de la naturaleza, ¿podremos crear muestras interactivas que, con la ayuda de la tecnología, nos permitan explorar una pizca de estos mundos? ¿Será acaso la tecnología una oportunidad para acercar mundos o una oportunidad desaprovechada?

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