Ilustración original de Clima, El Gato y La Caja
¿Cómo hacemos para transformar la matriz energética de nuestra civilización? ¿Qué tensiones emergen en la descarbonización? ¿Cambia este proceso si se encara desde Dinamarca o desde Venezuela?
Por Juan Ignacio Arroyo
Tiempo de lectura: 15 minutos
Este texto es la segunda parte de una serie de recortes del capítulo de Energía del Proyecto Clima de El Gato y La Caja. Incluye material inédito y todo el material bibliográfico. El capítulo completo lo podés leer gratis acá o comprar el libro acá.
Un cambio sin precedentes
Descarbonización
A diferencia de las transiciones energéticas del pasado, que surgieron como resultado de la aparición de nuevas tecnologías y/o descubrimientos de recursos, la actual es una transición consciente (Kern & Markard, 2016). Sabemos que tenemos que trascender el paradigma fósil porque necesitamos reducir las emisiones de GEI. Pero, como ya vimos en la primera parte, el estrecho vínculo entre el régimen energético y la cultura de una sociedad implica que la transición energética es mucho más que transformaciones tecnológicas, e involucra también cambios en las esferas socioculturales.
En términos generales, el objetivo consistiría en generar energía con todo lo que nos gusta —abundante, constante y barata— sin nada de lo que no nos gusta —contaminación atmosférica y emisiones de GEI—. De esto se trata, a grandes rasgos, lo que se conoce como descarbonización, un proceso que tiene como horizonte lograr la carbono neutralidad hacia 2050-2070. La propuesta general para reemplazar a los combustibles fósiles es electrificar todo lo que se pueda y lograr que esa electricidad provenga de una mezcla de fuentes de bajas emisiones de GEI, ahorrando energía donde sea posible. Donde no se pueda electrificar, habrá que usar otras alternativas tecnológicas, como el empleo de métodos de captura de carbono, bioenergías, combustibles sintéticos o gases como el hidrógeno.
Mientras que las transiciones previas fueron guiadas por oportunidades de producir más barato o por la disponibilidad de mejores servicios energéticos (Fernández Durán & Gonzalez Reyes, 2014), la transición actual está motivada por un factor que hasta ahora nunca nos había importado, ajeno al rendimiento energético de los recursos: nada más ni nada menos que la supervivencia de nuestra civilización. Cuando dejamos de quemar leña y empezamos a usar más carbón, por ejemplo, fue porque un kilo de carbón nos proporcionaba más luz y calor que un kilo de leña (Gates, 2020). Pero las energías que se espera que tengan mayor rol en esta transición, es decir, las que minimizan las emisiones de GEI -como la solar y la eólica-, presentan notables desventajas en términos energéticos respecto a los combustibles que pretenden reemplazar. Tienen baja densidad, son intermitentes, no son fácilmente almacenables a gran escala —al menos todavía—, dependen de una gran cantidad de minerales escasos y su rendimiento energético es inferior al de los combustibles convencionales, aunque, a diferencia de estos últimos donde el rendimiento es cada vez peor, las renovables se encuentran en senderos de rendimientos crecientes (Brandt, 2017; Sers et al. 2018; Hall et al. 2009, 2013; Roger, 2019). De todas formas, hay estudios que indican que un sistema eléctrico 100% renovable tendría retornos energéticos inferiores a lo identificado por la literatura para el sostenimiento de sociedades complejas como las modernas. Los resultados obtenidos por Capellán-Pérez et al. (2021) indican que una rápida transición hacia un sistema eléctrico 100% renovable a nivel global hacia el 2060, consistente con la narrativa del “crecimiento verde”, podría disminuir la Tasa de Retorno Energético del sistema de ~12:1 a 3:1 para mitad de siglo y luego estabilizarse en ~5:1 (sobre este tema, recordemos la pirámide energética de la primera parte de este artículo).
Como si esto fuera poco, la historia de las transiciones energéticas ha sido una historia de adiciones (Fressoz, 2018; Smil, 2017). Nunca reemplazamos una fuente por otra, sino que más bien agregamos nuevas fuentes a las anteriores. Al uso tradicional de la biomasa y los molinos de agua y viento se sumaron el carbón, el resto de los hidrocarburos, la energía hidroeléctrica, nuclear y, por último, las renovables modernas. Como resultado, cada fuente siguió aumentando en términos absolutos, abasteciendo un consumo energético siempre creciente. De hecho, la percepción común de que el siglo XIX estuvo dominado por el carbón y que el petróleo dominó el siglo XX es errónea. En términos globales, la biomasa siguió dominando el siglo XIX y el carbón fue la fuente que más energía generó durante todo el siglo XX (Smil, 2010).
Fuente: Clima. Capítulo 4. Figura Figura 2.1.7, por Belén Kakefuku.
Si la transición energética actual pretende cumplir con los objetivos climáticos, no alcanza con agregar fuentes limpias a un consumo de carbón o petróleo que siga creciendo. Reducir emisiones implica abandonar progresivamente estos combustibles de los cuales tanto dependemos a una velocidad y magnitud sin precedentes. En otras palabras, la sustitución de energías no debe ser relativa, sino absoluta. Lamentablemente, como reflexiona Bill Gates, “la historia no está de nuestra parte” , ya que a juzgar por las transiciones del pasado, depender de nuevas fuentes de energía nos ha llevado décadas. Existe una gran incompatibilidad entre los plazos temporales requeridos para el cumplimiento de las metas climáticas y los requeridos por la magnitud de cambios infraestructurales y socioculturales necesarios.
Lleva mucho tiempo adoptar nuevas fuentes de energía. En 60 años, el carbón pasó de representar del 5% de la producción energética mundial a casi el 50%. En cambio, el gas natural solo llegó al 20% en el mismo período de tiempo.
Pensemos que la infraestructura energética tiene tres componentes principales. En primer lugar, está la tecnología núcleo de la generación de la energía, compuesta por todo lo necesario para realizar la extracción y prospección —yacimientos petrolíferos para extraer petróleo o parques eólicos para transformar viento en electricidad—. Luego, tenemos todas las infraestructuras asociadas: gasoductos, tuberías, líneas de alta tensión. Por último, está el paquete tecnológico relacionado a los distintos usos finales que le damos a cada fuente de energía —desde un motor a combustión que transforma el combustible líquido en movimiento hasta bancos de baterías para un auto eléctrico— (Roger, 2019a). O sea que una transición energética es mucho más que cambiar de fuentes de energía: implica cambiar la infraestructura más compleja y gigante que creó la humanidad (Smil, 2017a).
Una extrapolación fallida
La industria informática ha visto mejoras exponenciales en sus rendimientos gracias al cumplimiento de la famosa Ley de Moore. En 1968, Gordon Moore creó la compañía Intel y logró fabricar el primer microprocesador comercial, conocido como Intel 4004. Como explica Santiago Bilinkis en su libro Pasaje al Futuro (2014), “cuantos más transistores se lograran colocar en un chip, más capacidad tenían las computadores resultantes, lo que desató una carrera por miniaturizar los circuitos y dotarlos de más y más transistores (…) El ritmo de avance que experimentó esta tecnología desde la invención del circuito integrado no tenía precedentes en la historia de la humanidad. Moore observó que el número de transistores se duplicababa cada dos años, dando origen a lo que hoy se conoce como la “Ley de Moore” y que se ha verificado con asombrosa precisión por casi cincuenta años: desde la aparición del microprocesador, con regularidad las computadoras han duplicado su potencia cada 18 a 24 meses” .
La velocidad de avance dota a la informática de una lógica diferente de toda otra tecnología: algo que se duplica regularmente en un intervalo de tiempo no sigue una evolución lineal sino una exponencial. Como resultado, un chip fabricado hoy en día tiene aproximadamente un millón de veces más transistores que los que se fabricaban en 1970, lo que lo hace un millón de veces más potente. Este ritmo de cambio exponencial puede encontrarse también en otros aspectos relacionados con el poder de una computadora, como la memoria disponible o su capacidad de almacenamiento externo. El problema es que existe una especie de creencia generalizada de que estas mejoras tecnológicas de carácter exponencial son extrapolables al sector energético, por ejemplo a la eficiencia de los vehículos o de los paneles solares. Por desgracia, los chips representan la excepción. Como explica Bill Gates (2020), “mejoran porque encontramos el modo de amontonarlos con cada vez más transistores, pero no existe un avance equivalente para lograr que los vehículos consuman una millonésima parte de combustible”. Para poder comparar, las celdas fotovoltaicas más comercializadas duplicaron su eficiencia de conversión desde 1980 a 1995, del 8% al 16% (Smil, 2010). Para 2010, el valor estaba en 20% y en 2021 llegaron a rondar el 25%. Incluso las mejores tasas de conversión alcanzadas en entornos de laboratorio tienen períodos de duplicación de 15 a 20 años, no de 15 a 20 meses, y existen límites físicos que hacen extremadamente difícil -si no imposible- alcanzar una duplicación adicional (Smil, 2010).


De la misma manera, en la aviación podemos observar que el modelo Boeing 787 (Dreamliner) del año 2018 es casi un 70% más eficiente que el modelo pionero de la compañía, el Boeing 707, cuyo servicio comercial empezó en 1958. En 70 años, la mejora de eficiencia fue del 70%, sólo un punto porcentual por año (Smil, 2017b). Si desde la comercialización del Ford T en el año 1930, la industria automotriz hubiera incrementado la velocidad máxima de los autos al ritmo que lo hizo Apple desde su Apple II hasta la MacBook Pro (43% anual), hoy los vehículos alcanzarían una velocidad de cientos de miles de veces la velocidad de la luz (Smil, 2017b). Como conclusión, los procesos de cambio tecnológico estructural -salvo en el caso de la informática y los microprocesadores-, implican procesos graduales, inerciales y suelen llevar décadas. La máquina a vapor es tal vez el ejemplo que mejor ilustra esta lentitud en los cambios. Creada hace más de 200 años, esta tecnología domina al día de hoy la forma en la cual generamos electricidad -Casi siempre lo hacemos igual: generamos calor de distintas formas, que al entrar en contacto con el agua, produce vapor, y este mueve turbinas que generan electricidad-. Los motores a combustión son otro gran ejemplo. Creados hace más de 100 años, hoy dominan el transporte mundial. Arroyo, (2021). La principal diferencia entre el cambio lineal y el exponencial, es que en el primero el pasado es un buen predictor sobre lo que sucederá a futuro. La pregunta del millón es, entonces, ¿cómo será el mix energético del futuro? ¿Vamos por buen camino?
Entre deseos y escenarios
Futuro factible, futuro deseable
Una forma de aventurarnos en lo que será el futuro de la energía es observando lo que proyectan los actores más relevantes en la materia. En 2019, el Consejo Mundial de la Energía (WEC, por sus siglas en inglés) comparó los escenarios energéticos de la Agencia Internacional de la Energía (IEA), la Administración de Información Energética (EIA), y el IPCC, entre otros. Estos escenarios pueden dividirse en dos grandes categorías. De un lado, están las proyecciones y los escenarios posibles, que intentan predecir el futuro analizando las tendencias actuales. Por otro lado, tenemos los escenarios normativos, orientados por metas deseables en función de una agenda. En materia climática, estos últimos se preguntan qué hace falta para cumplir con el objetivo del 1,5 °C o 2 °C de aumento máximo de temperatura global, y a partir de allí, identifican brechas entre lo que se está haciendo y lo que se debería hacer. Así, mientras los primeros se basan en datos y tendencias, los últimos se basan en objetivos y valores. Podríamos decir que los dos primeros indican un futuro factible, nos guste o no, mientras que el último indica uno deseable, se pueda o no.
El análisis muestra que para la mayoría de las proyecciones y escenarios posibles, la participación de los combustibles fósiles al 2040 no representará menos del 70% de la demanda global (hoy ubicada en torno al 80%). Incluso en un escenario donde los países cumplan con sus promesas, la IEA (2021) proyectó en 2021 que los hidrocarburos superarán el 50% de la oferta global incluso en el 2050. Las comparaciones permiten observar que la demanda de hidrocarburos crecerá en términos absolutos durante los próximos años, y alcanzará su pico de demanda recién a partir de la próxima década. Los picos de demanda por tipo de combustible difieren entre los escenarios. Si bien existe una gran incertidumbre, en general se estima que se darán entre el 2030 y el 2045, siendo el primero el carbón, luego el petróleo y, finalmente, el gas natural. Tanto el gas natural como las renovables crecerán a costa del carbón.
La mayoría de los escenarios posibles y proyecciones analizados por el WEC predicen un aumento sostenido del gas natural durante las próximas dos décadas. En algunos casos, podría convertirse en la columna vertebral de los nuevos sistemas energéticos. Porque el gas, para muchos países, es considerado un combustible de transición debido a que genera la mitad de GEI que el carbón por unidad de energía producida –si se controlan correctamente las emisiones fugitivas, ver: Howarth et al. 2014) y se complementa de forma muy conveniente con las energías renovables: cuando el viento deja de soplar, o el sol, de brillar, alcanza con encender una turbina a gas para generar energía de forma rápida. Esto dota de estabilidad al sistema ante la intermitencia inherente a la generación renovable (esto se conoce como potencia de respaldo: está ahí, alerta, por las dudas).
A esta altura, sería lógico preguntarse qué tan sustentables son estos escenarios: ¿alcanzan o no para cumplir los objetivos climáticos? ¿Qué tan lejos están de hacerlo? Acá es donde entran a jugar los escenarios normativos, que fijan una meta, y en base a ella trazan un camino que se puede usar para comparar con el sendero actual.
Fuente: Clima. Capítulo 4. Figura Figura 2.1.8, por Belén Kakefuku
En general, el contraste entre estos senderos deseables y las tendencias actuales es inmenso. En 2021, la IEA desarrolló su escenario de cero emisiones netas, con el objetivo de mostrar una hoja de ruta compatible con alcanzar la carbono neutralidad al 2050. Recorrer esa ruta implica, entre otras cosas, no aprobar nuevas plantas de carbón sin captura de carbono a partir de 2021, que el 60% de los autos vendidos al 2030 sean eléctricos, o que para mitad de siglo la mayor parte de la energía provenga de fuentes renovables, mientras que la electricidad debería pasar de representar el 20% del consumo total actual de energía a cubrir la mitad. Recordemos que la electricidad representa solo una pequeña porción de nuestros consumos (entre 20% y 25%, según el país). Sucede que la mayoría de las actividades humanas suelen funcionar sin consumir electricidad, mediante la quema directa de algún combustible fósil. La matriz eléctrica es solo una parte de la matriz energética (como explico en este cuento), la cual es mucho más amplia e incluye todas las fuentes de energía disponibles. Como las energías renovables solo generan electricidad, aumentar su participación en la matriz energética requiere que hagamos cada vez más cosas con electricidad. Esto se conoce como electrificación de la demanda, y consiste en hacer que la electricidad llegue cada vez más lejos.
Ahora bien, hasta acá pareciera que las recomendaciones son bastante generales y podrían funcionar para cualquier país, en cualquier contexto. La prescripción puede resumirse en tres líneas de acción fundamentales: electrificar los consumos energéticos, expandir el uso de energías limpias y promover el ahorro y la eficiencia energética, de modo de dejar atrás de forma progresiva la alta ingesta de combustibles fósiles. Pero… ¿qué diferencia hay entre el sendero que tiene que transitar Venezuela y el que tiene que transitar Noruega? ¿Pueden haber ganadores y perdedores? ¿Qué intereses se levantan detrás de esta misión tan noble para salvar al planeta?
En(tres) tensiones
Seguridad energética, equidad energética y sostenibilidad ambiental
Comenzando 2022, el presidente de la nación más poblada del planeta, Xi Jinping, dijo que “las metas climáticas no deben comprometer otras prioridades como el suministro adecuado de comida, energía y materiales, de modo de garantizar la vida normal de las masas”. En un contexto de recuperación económica post-pandemia, la demanda energética creció mucho más de lo esperado, se desacopló de la oferta global de combustibles y derivó en faltantes que llevaron los precios de los combustibles a niveles récord. En este contexto, China comenzó a usar todo su carbón disponible para hacerse de energía barata, y alcanzó su récord máximo de producción.
En Argentina, los Lineamientos para un Plan de Transición Energética al 2030, presentados por el Poder Ejecutivo en noviembre de 2021, establecen que “la transición energética, motorizada por la demanda de acción climática, debe ser justa, asequible y sostenible. Debe tener simultáneamente consistencia social, macroeconómica, fiscal, financiera y de balanza de pagos (…) armonizando un sendero de transición energética compatible con la inclusión social, el crecimiento económico y la disponibilidad de divisas”.
Por otro lado, la IEA (2021) enfatiza que “las transiciones energéticas que sean exitosas deben ser seguras y tener a las personas en el centro, caso contrario no sucederán a la velocidad necesaria para detener un cambio climático catastrófico”. El hecho de que Estados y organismos internacionales adviertan la necesidad de compatibilizar la descarbonización con otros aspectos sociales y económicos pone en evidencia que existen tensiones entre objetivos de distinto orden. ¿Cómo entenderlas? ¿Cómo abordarlas?
El WEC propone un marco conceptual: para que una política energética sea sostenible, debe ser capaz de equilibrar las tensiones emergentes entre tres dimensiones, que juntas constituyen un trilema: seguridad energética, equidad energética y sostenibilidad ambiental. La seguridad energética se refiere tanto a garantizar el suministro de energía de fuentes nacionales y externas, como a la fiabilidad de la infraestructura energética para satisfacer la demanda actual y futura. Es decir, que no falte energía. La equidad energética hace referencia a la accesibilidad y asequibilidad del suministro de energía para toda la población. O sea, va en línea con garantizar el derecho a su acceso a precios asequibles. Por último, la sostenibilidad ambiental abarca tanto el logro de eficiencias energéticas del lado de la oferta y la demanda como el desarrollo del suministro de energía a partir de fuentes renovables y otras fuentes bajas en carbono, considerando también otros impactos ambientales más allá de las emisiones de GEI.
La preponderancia que tiene cada uno de estos ejes cambia según el contexto sociopolítico del momento. A partir del año 2021 —primero por la crisis energética global producto de la recuperación de la post-pandemia y luego por la guerra entre Rusia y Ucrania—, la agenda de la seguridad energética desplazó a la de la descarbonización y cobró una relevancia que en tiempos de paz y estabilidad económica había perdido. Europa entendió que su alta dependencia del gas y petróleo ruso la dejaba expuesta a situaciones de vulnerabilidad frente al gigante energético. El ministro alemán de Economía y Ambiente llegó a declarar: “Putín rompió el puente del gas como combustible de su transición: ahora será el carbón”. Y desde cierto punto de vista, es comprensible: en un contexto así, la soberanía energética es prioritaria, cueste lo que cueste. Dicen que situaciones extremas requieren medidas extremas, pero, hasta ahora, parece que ningún país abordará la crisis climática con el mismo sentido de urgencia. La velocidad de la transición energética será mucho menor en un mundo políticamente fragmentado e inestable que en uno con altos grados de cooperación internacional.
Lamentablemente, más que la cooperación prima la competencia. Desde los países centrales entienden que este proceso es una posibilidad de inundar a los mercados en desarrollo con las tecnologías que ellos mismos lideran, atadas a financiamiento que ellos mismos otorgan. La descarbonización de la matriz permite afianzar su dominio tecnológico mediante la promoción de un nuevo paradigma verde, en el cual reproducen su rol histórico de exportadores de tecnología. Así, la misión por evitar la catástrofe civilizatoria aparece también como una gran oportunidad de negocio, similar a lo que fue la reconstrucción europea luego de la postguerra. Como explica el investigador Diego Hurtado (2018), “esta agenda plantea una contradicción entre, por un lado, el ritmo requerido por las economías periféricas para las transformaciones institucionales, organizacionales y culturales hacia una economía verde; y por otro lado, la velocidad demandada por el “mundo avanzado” .
La buena noticia es que, en períodos de transición entre paradigmas tecnológicos, los países semiperiféricos tienen mayores oportunidades de reducir las brechas tecnológicas al adoptar tecnologías que todavía no han desplegado todo su potencial y que tienen un largo trecho para madurar. Al incorporar esta dimensión tecno-productiva, central para que la descarbonización de la matriz energética sea una palanca para el desarrollo económico y no un sumidero de importaciones que profundicen la dependencia tecnológica con los países centrales, el trilema energético se convierte en un cuatrilema —concepto elaborado por el investigador Ignacio Sabbatella—, donde el equilibrio es cuadrado. El desafío no consiste solo en aprovechar nuevas fuentes de energía, sino en construir soberanía en el dominio de tecnologías para su aprovechamiento. Esto implica alinear la política energética con la tecno-industrial, para que la incorporación de nuevas fuentes genere empleo regional y desarrolle cadenas productivas con beneficios en toda la economía. Incorporar la dimensión tecno-industrial en el trilema de la política energética permite relajar las tensiones y poner los patitos en fila. Es la dimensión que permite diseñar un ritmo de descarbonización que contribuya a la reducción de las restricciones del país y a la mejora de indicadores sociales, económicos y ambientales.
Bien diseñada, la transición energética tiene el potencial de transformar la capacidad productiva de un país, democratizar los procesos de toma de decisiones en torno a la energía y resolver problemas estructurales. La transformación de toda la infraestructura energética implica una revolución tecnológica, de esas que pasan cada cinco o seis décadas y que transforman las reglas de juego (Roger, 2019b; Arroyo, 2021). ¿Cómo entramos, entonces, los países latinoamericanos a estas discusiones? ¿Desde dónde pensarlas?
En plural
Transiciones y geopolítica
Cualquier agenda de transición debe comenzar con un profundo análisis del punto de partida, que será singular a cada país según su geografía específica, sus capacidades tecnológicas, su posición geopolítica, sus valores culturales, su demografía y sus posibilidades económicas. Por eso, necesitamos comprender que, más que hablar de la transición energética, como si fuera un único camino a seguir, deberíamos hablar de las transiciones energéticas, en plural.
No se puede hablar de transiciones energéticas sin hablar de geopolítica. Sucede que la posición relativa en la que se encuentra cada país lo expone a distintos riesgos y también le presenta diversas oportunidades. Existe la posibilidad de que el proceso profundice asimetrías existentes y genere grupos de ganadores y de perdedores (Ansari & Holz, 2020).
Para cumplir con los objetivos climáticos, hay análisis que indican que cerca del 30% de las reservas de hidrocarburos a nivel global deberían quedar bajo tierra. Sin embargo, este número general esconde asimetrías en la forma en la que las reservas se encuentran distribuidas, ya que en América Central y del Sur quedarían sin utilizarse cerca del 40% de las reservas de petróleo y más de la mitad de las reservas de gas, contra tan solo el 20% y el 11% en Europa, respectivamente (McGlade & Elkins, 2015).
En general, los países de ingresos medios y bajos, que a su vez son productores de hidrocarburos, se encuentran expuestos a sufrir pérdidas geopolíticas significativas, mientras que los países industrializados, que a su vez son importadores de combustibles fósiles, podrían resultar beneficiados (Van de Graaf, 2019). El caso de Venezuela es ejemplar: más del 95% de sus ingresos por exportaciones provienen del petróleo. En un escenario donde logramos cumplir con los acuerdos climáticos, cerca del 90% de sus reservas de petróleo quedarían bajo tierra (BID, 2019). En la otra vereda se encuentra Dinamarca, que gracias al avance de la energía eólica redujo sus importaciones de carbón y además se posicionó como uno de los principales proveedores de aerogeneradores a nivel mundial, exportando en 2019 cerca del 40% de los que se vendieron en todo el mundo. Su impulso a la transición energética fortalece su soberanía energética. Mientras que en este caso los intereses ambientales y económicos van de la mano, en el primero las tensiones son evidentes. Similares comparaciones podemos hacer entre países como Chile o Marruecos y Argentina. Mientras que para los primeros la incorporación de renovables apareció como una gran oportunidad para reemplazar las costosas importaciones de combustibles, para el caso argentino es más complejo. Si bien nuestro país cuenta con amplios recursos eólicos, solares y biomásicos, es a la vez productor de hidrocarburos, con amplias capacidades construidas y desarrollo de proveedores locales en el sector. Es necesario planificar integralmente una transición gradual para no perjudicar abruptamente a las provincias petroleras y evitar la destrucción del empleo (Aneise, 2022).
La IEA estipuló que, para cumplir con un escenario de carbono neutralidad al 2050, no deberían aprobarse nuevos desarrollos de pozos hidrocarburíferos a partir del 2021, un hito que ya quedó lejos de cumplirse. Pero, si se cumpliera… ¿qué implicancia tendría para un pequeño país pobre como Guyana, que en el año 2020 hizo crecer su economía en un 43% gracias a haberse unido al club de países exportadores de petróleo luego de descubrir uno de los yacimientos petrolíferos más grandes de los últimos tiempos en sus costas marítimas?
De todas formas, descubrir un recurso no garantiza la prosperidad económica (como evidencia el caso venezolano). La clave está en la capacidad institucional que tenga el país de apalancar el dominio de tecnologías alrededor de este, como hizo Noruega con su petróleo offshore (costas afuera), pasando de ser la hermana pobre de Suecia y Dinamarca a convertirse en lo opuesto, y ocupando el primer lugar en el Índice de Desarrollo Humano en pocas décadas (Schteingart, 2017).
Si no queremos que se desarrollen nuevos pozos hidrocarburíferos en Guyana, en Namibia ni en Argentina, ¿qué alternativas reales se les ofrece a las economías de estos países? Lo cierto es que sin cooperación internacional que alivie las tensiones que enfrentan los países productores de hidrocarburos (y las que afrontan los países de bajos ingresos en general), la mitigación del cambio climático será un fracaso y veremos una difusión generalizada de pobreza y conflictos geopolíticos. Por este motivo, es muy importante que desde nuestra región logremos fortalecer los reclamos en los foros internacionales sobre quién debe financiar a quién y cómo hacerlo sin incrementar las presiones de deuda externa sobre las economías más vulnerables. Como concluyen Ansari & Holz (2020), “uno de los desafíos más grandes del presente es mitigar el cambio climático sin impedir el progreso de los países subdesarrollados” .
Ahora bien… ¿Hacia dónde se dirige ese progreso? ¿El consumo energético de países «desarrollados» representa horizontes viables para ser alcanzados por toda la población? ¿Cómo podemos transformar nuestros sistemas energéticos para vivir bien? De esto se trata la tercera parte de este artículo.
Este texto es la segunda parte de una serie de recortes del capítulo de Energía del Proyecto Clima de El Gato y La Caja. Incluye material inédito y todo el material bibliográfico. El capítulo completo lo podés leer gratis acá o comprar el libro acá.
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Referencias
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- Aneise, A. (2022). Un equilibrio cuadrado.
- Arroyo, J. I. (2021). La transición energética al compás de la industria nacional. Disponible en: https://cenital.com/la-transicion-energetica-al-compas-de-la-industria-local/
- BID, 2019. Implications on Climate Targets on oil production and fiscal revenues in Latin America and the Caribbean. Disponible acá.
- Brandt, A., R. (2017). How does energy resource depletion affect prosperity? Mathematics of a minimum energy return on investment (EROI). Disponible en: https://doi.org/10.1007/s41247-017-0019-y
- Capellan-Perez et al (2021). Dynamic Energy Return on Energy Investment (EROI) and material requirements in scenarios of global transition to renewable energies.
- Gates, B. (2020). Cómo evitar un desastre climático.
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- IEA (2021). Net-zero by 2050. https://www.iea.org/reports/net-zero-by-2050
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