Ilustración por Victoria Herbas
¿Hasta qué punto la energía que consumimos condiciona nuestra forma de vivir? ¿Seríamos como somos sin combustibles fósiles? ¿Podemos transformar la matriz energética sin cambiar la cultura?
Por Juan Ignacio Arroyo
Tiempo de lectura: 17 minutos
Este texto es un recorte del capítulo de Energía del Proyecto Clima de El Gato y La Caja. Incluye material que quedó fuera de la versión final por cuestiones de longitud. El capítulo completo lo podés leer gratis acá o comprar el libro acá.
El sistema energético
La energía es la moneda de la vida: la intercambiamos para hacer todo lo que hacemos. Cada proceso natural y cada acción humana es, en su forma más fundamental, una transformación de energía. De hecho, una de las tantas definiciones de vida es la capacidad de un organismo de apropiarse de la energía de su entorno para satisfacer sus necesidades metabólicas, como respirar, crecer y reproducirse. En los sistemas naturales, los organismos y ecosistemas se organizan alrededor de la captura de energía y quienes logran tener excedentes tienen una ventaja evolutiva. En nuestra vida en sociedad, usamos la energía fundamentalmente para tres cosas: trabajo, calor e iluminación. El trabajo se puede utilizar para desplazar materia o alterarla (por ejemplo, mover un vehículo), el calor, para calefaccionar espacios, cocinar alimentos y transformar materiales (como fundir metales o reciclar aluminio) y la iluminación, para desacoplarnos de la luz del sol y trascender los límites impuestos por los ciclos diurnos en nuestros ritmos de vida, permitiendo extender las jornadas laborales, ver una película a la noche o cualquier otra actividad nocturna. En esencia, el sistema energético comprende las formas en las que una sociedad se organiza para obtener la energía de su entorno y distribuirla para hacer todo lo que hace. Una forma sencilla de entender este concepto es pensar que el sistema energético es para una sociedad lo que una dieta es para una persona, con un metabolismo que intercambia materia y energía con su alrededor.
El sistema energético es para una sociedad lo que una dieta es para una persona, con un metabolismo que intercambia materia y energía con su alrededor.
Desde el punto de vista del materialismo cultural, el sistema energético forma parte esencial de la infraestructura que condiciona la cultura dominante en un momento determinado. Pensemos en la cultura como la composición de capas que se apoyan unas sobre otras y se afectan mutuamente. En la parte superior se encuentra la más abstracta: la superestructura, formada por ideologías y factores simbólicos que integran la conducta y el pensamiento. Esta superestructura toma una forma más tangible en la «categoría del medio», la estructura: básicamente, las reglas que ponemos para organizar cómo producimos o intercambiamos cosas, o tiempo. Pero todavía es posible descender a un tercer nivel: sosteniendo todas las funciones de este sistema se encuentran las condiciones materiales, o la infraestructura, es decir, la tecnología concreta y las prácticas empleadas en la producción de alimentos y energía, así como las restricciones que impone el mundo natural. Esta capa es la condición de posibilidad de las anteriores, por lo que la cultura está intrínsecamente vinculada con la cantidad y el tipo de recursos energéticos de los que dispone y con cómo se organiza la sociedad a su alrededor para extraerlos, distribuirlos y usarlos. Somos lo que comemos, y comemos lo que hay: desde las calorías que nutren a cada ser vivo, hasta los barriles de petróleo que consumen los millones de vehículos que recorren el planeta. Así como los flujos de energía sostienen la vida de todos los organismos, también condicionan la de los superorganismos, como sociedades y civilizaciones.
Pero hoy tenemos un problema: lo que comemos nos está matando. La dieta de la sociedad moderna se basa casi por completo en una abundante ingesta de combustibles fósiles, lo cual moldea nuestra civilización y al mismo tiempo la pone en peligro. ¿Por qué? Porque los niveles de consumo energético y material que sostienen a la civilización global están generando presiones en el sistema planetario hasta alcanzar puntos de colapso (Steffen, 2015; Haberl et al. 2011). La prescripción es clara: hay que cambiar la dieta hacia fuentes bajas en emisiones de GEI antes de que sea demasiado tarde. Sin embargo, la tarea no es sencilla, ya que además hay que contemplar otros impactos ambientales más allá de las emisiones y al mismo tiempo garantizar el derecho al acceso a energía barata y de calidad para toda la población, particularmente a las cerca de 2.000 millones de personas que sufren de pobreza energética. A esto se le suma que no está del todo claro que “las nuevas dietas” puedan ser compatibles con nuestras “actuales rutinas”, ya que las alternativas tecnológicas a nuestro alcance presentan numerosas desventajas respecto a los combustibles en cuanto a sus características físicas, lo que implica desafíos técnicos, sociales y culturales gigantes.
Como si fuera poco, obtener energía cada vez cuesta más energía. Actualmente, no tenemos certeza de si habrá suficiente para emprender una transformación de la matriz energética global a tiempo (Delannoy et al., 2021). Si bien hubo transiciones energéticas en el pasado, nunca jamás nos enfrentamos a una con las características de la actual. Estamos en presencia de uno de los desafíos más grandes de la historia de la humanidad, lo cual seguramente inaugurará un nuevo capítulo en la historia evolutiva de nuestra especie. Que ese capítulo incluya a una humanidad próspera en un planeta habitable o no va a depender, en gran parte, de cómo transformamos nuestra matriz energética.
Cambios de dieta
Transiciones energéticas
Desde una perspectiva biofísica, la historia de la humanidad puede verse como una búsqueda incesante por controlar una mayor cantidad de fuentes y flujos de energía, en formas cada vez más concentradas y versátiles, para transformarlas de maneras más eficientes y económicas en calor, iluminación y trabajo (o movimiento). Esto nos ha permitido producir cada vez más comida, más cantidad y diversidad de bienes, movernos a escala planetaria y crear acceso a una cantidad casi ilimitada de información. El camino de la incesante captura energética siempre ha derivado en poblaciones más grandes, entretejidas en organizaciones cada vez más complejas y conectadas a lo largo y ancho del globo, con mejoras considerables en su capacidad de consumo material pero, también, con un innegable aumento en la desigualdad con la que se distribuye ese consumo (Smil, 2017).
Nuestra historia evolutiva estuvo signada por saltos energéticos, también conocidos como transiciones energéticas, procesos que —por decirlo de forma muy simplificada—, desembocaron en la conformación de distintas eras energéticas. Estas transiciones son cambios en el perfil metabólico de las sociedades, cambios de dieta que transforman profundamente la forma en la que las personas nos organizamos para sostenernos en un ambiente determinado, para extraer y usar energía, y los impactos que esto genere. A lo largo de la historia, pasamos por tres grandes regímenes “socio-metabólicos”: el forrajero (cuando éramos cazadores-recolectores), el agrario y el industrial (Haberl et al., 2011; Sieferle, 1997).
Las transiciones energéticas son cambios en el perfil metabólico de las sociedades que transforman profundamente la forma en la que las personas nos organizamos para sostenernos en un ambiente determinado, para extraer y usar energía, y los impactos que esto genere.
El régimen forrajero dominó por lejos la mayor parte de nuestra historia en el planeta. Durante un 97% del tiempo que llevamos existiendo, nuestra especie estuvo organizada en torno a la caza, la pesca y la recolección de frutos, plantas y animales para comida, y de madera para calefacción y cocción. Vivíamos a base de energía solar y la usábamos de forma pasiva, consumiendo únicamente lo que el sol ya había transformado. La energía disponible en forma de comida en las cercanías restringía el tamaño poblacional de estas primeras sociedades. A su vez, las densidades poblacionales bajas permitían una organización social nómade para moverse en función de las estaciones en búsqueda de nuevo alimento.
Este modo de organización social cambió profundamente cuando, alrededor del año 10.000 a. C., en distintas partes del mundo las personas comenzaron a transformar su entorno para agrandar la porción de tierra que servía como alimento, es decir, cuando comenzaron a practicar la agricultura. La agricultura es la mejora de la captación social de energía solar del entorno para su uso humano mediante la promoción de unas pocas especies vegetales en detrimento del resto. En otras palabras, la agricultura implica un aprovechamiento activo de la energía solar. Ya no buscábamos los alimentos que estaban allí disponibles para servirnos, sino que comenzamos a reemplazar la vegetación natural para producir ciertos granos, aprovechando la energía solar lo más posible con el objetivo de incrementar la cantidad de comida, tanto para humanos como para animales de ganado. Esta es la primera gran transición energética de la humanidad. Una nueva era.
Pero empezar a producir por encima de nuestras necesidades inmediatas trajo una serie de cambios irreversibles en cascada. Estos excedentes energéticos permitieron sostener poblaciones más grandes y una parte de esas poblaciones pudo dedicarse a actividades que no tuvieran que ver con la subsistencia básica: desde la política o el arte, hasta la filosofía o la guerra (Harari, 2014). Antes, las personas usaban todo su tiempo para cazar animales y recolectar frutos para alimentarse, buscar fuentes de agua, defenderse de los predadores o mantener los refugios. No quedaba tiempo disponible para pensar e innovar, solo para subsistir. Nadie podía especializarse demasiado en algo muy específico, porque todos tenían que ser autosuficientes en buena medida. Pero el incremento en los excedentes energéticos producidos por una gran masa de agricultores —campesinos, esclavos humanos y animales— permitió que otra porción de la población comenzara a especializarse en una rama cada vez más diversa de actividades, lo que aumentó la trama de intercambios y la cantidad de roles sociales existentes. Comenzó a existir la alfarera, el herrero, el comerciante o los artistas. La cantidad de personas que podía alimentarse sin tener que arar la tierra por sí mismas empezó a crecer, como también lo hicieron los templos, palacios y majestuosos monumentos. Emergieron las primeras ciudades. La especialización derivó en innovaciones tecnológicas que fueron mejorando la productividad, lo que incrementó aún más el excedente energético, albergando poblaciones cada vez más grandes que aportaron mayor fuerza de trabajo, retroalimentando el proceso. La humanidad se fue complejizando a medida que logró incrementar la energía disponible a su disposición, algo que será una constante a lo largo de la evolución y expansión de nuestra especie . Más energía. Más complejidad. Más energía (Fernández Durán & Gonzalez Reyes, 2014; Hall et al. 2009).
La humanidad se fue complejizando a medida que logró incrementar la energía disponible a su disposición, algo que será una constante a lo largo de la evolución y expansión de nuestra especie.
Más energía. Más complejidad. Más energía
La última gran transición energética comenzó a finales del siglo XVIII, en Inglaterra, cuando se desarrolló la máquina de vapor y toda la infraestructura tecnológica necesaria para explotar una fuente de energía mucho más poderosa que los músculos y la madera: el carbón mineral.
Corría la década de 1770 cuando los ingleses se dieron cuenta de que el calor generado por la quema de combustibles fósiles podía generar vapor de agua que moviera pistones y engranajes, los cuales, a su vez, podían movilizar cualquier máquina: desde bombas para extraer agua de las minas de carbón hasta locomotoras sobre rieles o embarcaciones en el océano. El modelo de máquinas de vapor diseñado por el inventor James Watt comenzó a comercializarse a gran escala y los combustibles fósiles fueron reemplazando a los alimentos como fuente energética dominante del metabolismo social, que empezó a estar motorizado por máquinas y ya no por músculos animales y humanos. Desarrollamos la tecnología necesaria para acceder a la fuente de energía más poderosa que ninguna especie antes supo dominar: accedimos a la energía contenida en materia orgánica compactada durante millones de años por el Planeta Tierra.
Así nacía la era del metabolismo industrial, producto de una revolución en nuestra capacidad de convertir energía y de relacionarnos con nuestro entorno. Sin embargo, este proceso todavía está lejos de terminarse, ya que una buena parte de la población global todavía se encuentra en el tránsito de una sociedad agraria a una industrial, un proceso tan diverso y desigual como complejo- (Fischer-Kowalski, 2007; Krausmann, 2008).
Fuente: Clima, Capítulo 4, Figura 2.1.2, por Belén Kakefuku.
En esencia, la demanda energética puede tener dos formas. O es consumida dentro de nuestros cuerpos (energía endosomática) o fuera de ellos (exosomática). Para diferenciar la energía consumida en nuestra alimentación de la energía relacionada al consumo de bienes y servicios, el ecólogo catalán Ramón Margaleff habla de metabolismo biológico y metabolismo cultural. Con el paso del tiempo y el acceso a nuevas fuentes energéticas, el primero se fue haciendo minúsculo en comparación con el segundo. La capacidad de apropiarse en forma colectiva de proporciones gigantescas de energía, más allá de lo necesario para mantener en funcionamiento nuestras necesidades fisiológicas, es una característica distintiva de la especie humana. Hoy, el consumo cultural supera en 80 veces al biológico (en las naciones más ricas, mucho más). Somos la única especie que usa masivamente energía fuera de lo que nuestros cuerpos necesitan, lo que configura una particularidad única que explica, al menos en parte, el éxito de la humanidad para expandirse por todo el planeta.
La quema de combustibles fósiles fue -y es- para el sistema productivo como una inyección constante de hormonas de crecimiento. El incremento de mayor energía disponible permitió un incremento exponencial del sistema social y económico (Smil, 2004). Pensemos que antes, el trabajo social estaba limitado por la capacidad de los músculos humanos y animales, condicionados a su vez por la productividad de los sistemas agroganaderos y las estaciones climáticas. O sea, el ritmo evolutivo de nuestra historia tenía limitaciones infraestructurales que fueron reducidas por la enorme energía contenida en estos nuevos combustibles (Sieferle, 2001). Así, la era de los combustibles fósiles se puede leer como una emancipación (ilusoria y temporal) de los tiempos biológicos: la disponibilidad de energía ya no depende de la estación ni de la hora y el consumo energético puede ser ininterrumpido (Fernández Durán & Gonzalez Reyes, 2014).
Esclavos detrás del telón
Fuentes de energía
Un adulto promedio puede sostener una potencia de trabajo de 100 watts durante una jornada laboral, 10 veces menos que un caballo de tiro. Esto quiere decir que, cuando el metabolismo social era motorizado por músculos, la máxima concentración de potencia de trabajo que podía llegar a dirigir una persona, en algún caso excepcional (como una gran obra ingenieril o arquitectónica con cientos de constructores) podía llegar a los 100.000 W.
Esta potencia de trabajo es fácilmente alcanzable por gran parte de la sociedad moderna. Hoy cualquier persona con un vehículo liviano tiene en su poder más de 50.000 W. Esto equivale a unos 70 caballos de fuerza, o 700 esclavos energéticos. Con una hora de trabajo, una persona en Argentina con un salario mínimo podría comprarse cerca de dos litros de gasolina, lo que equivale al trabajo diario potencial de 18 personas. Hemos creado una sociedad en la que la energía es tan barata que incluso un trabajador con un sueldo bajo tiene cientos de “esclavos energéticos” trabajando día y noche para moverlo de un lugar a otro, calefaccionar su hogar o iluminar su entorno. En la actualidad, una familia con electrodomésticos en su hogar y un par de autos tiene a su disposición más capacidad de generar energía que la que tenía un señor feudal durante el siglo XIX con miles de trabajadores y cientos de caballos.

Veamos esto de otra manera para terminar de dimensionarlo: hoy el mundo consume en hidrocarburos (petróleo, gas natural y carbón) el equivalente a 200 millones de barriles de petróleo diarios. Considerando que la energía que contiene un barril de petróleo equivale al potencial del trabajo que podrían hacer 2830 personas en un día —o una persona durante 8 años sin descanso—, esto equivale a unos 570.000 millones de esclavos energéticos trabajando en el planeta cada día. O sea, en promedio, cada habitante tiene 70 personas invisibles sosteniendo su vida. Esa es la magnitud del trabajo invisible fosilizado que está detrás de cada botón que apretamos y cada perilla que abrimos. Claro está que los promedios engañan, ya que el 10% de las personas más ricas consumen el 40% de la energía final total, mientras que el 10% menos rico consume alrededor del 2%: 20 veces menos (Oswald et al., 2020). En otros términos, 285 esclavos energéticos por persona rica contra 14 por persona de bajos ingresos, respectivamente.
Cada habitante tiene 70 personas invisibles sosteniendo su vida. En realidad, las personas más ricas tienen 20 veces más que las más pobres:
285 contra 14.
Algunas razones que explican la difusión por todo el planeta de los hidrocarburos en general, y del petróleo en particular, son sus irresistibles características químicas. El más contaminante de los tres es el carbón, que antes se usaba para el transporte y hoy principalmente para generar electricidad —de hecho, aún en 2022, es la principal fuente de electricidad del mundo, especialmente en China, India y Alemania—.
Luego tenemos al petróleo que, en términos de emisiones, es menos peor. El petróleo tiene un altísimo contenido energético en poco volumen y puede ser acumulado y transportado a temperatura ambiente con relativa facilidad. Es como una batería gigante que puede ser usada cuando se lo requiera (con el gas natural y el carbón ocurre algo similar, aunque de un modo un poco más complejo). Comenzamos a usar petróleo masivamente para movernos luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando se impusieron los motores a combustión como el medio predilecto de movilidad. Si hoy nos parece normal llegar volando en solo 12 horas de un continente a otro, acceder en nuestra esquina a frutas y verduras de cualquier parte del mundo durante todo el año o desplazarnos de una punta de la ciudad a la otra en pocos minutos, es porque el petróleo abastece a más del 80% del transporte en vehículos, trenes, barcos y aviones. Esto es, concretamente, la infraestructura condicionando la cultura: las fronteras se extendieron y los tiempos se acortaron. Cambió nuestra concepción del espacio-tiempo. El transporte accesible también hizo posible el comercio global y la producción en masa a gran escala.
Por último, dentro de la gran bolsa de combustibles fósiles tenemos al gas natural, que al combustionarse libera casi la mitad de emisiones que el carbón, y por ese motivo puede considerarse un combustible de transición. La clave para aprovechar su beneficio está en que no se nos escape antes de poder quemarlo —algo conocido como emisiones fugitivas, un gran desafío que enfrenta esta fuente de energía si quiere convertirse en una alternativa viable — (Howarth, 2014). A mediados del siglo pasado, el gas natural se introdujo para transformar la forma de calefaccionar los hogares, cocinar alimentos y operar nuestras fábricas.
En síntesis, usamos cada combustible fósil para cosas distintas, pero los tres juntos para hacer todo lo que hacemos. En conjunto, los tres abastecen cerca del 78% del consumo de energía global.
La industrialización y el uso masivo de energía marcó un punto de muy difícil vuelta atrás para la humanidad. Una vez asentado un modo de vida urbano, una economía mundializada, un consumo material en aumento y un tamaño poblacional alto —todo ello dependiente de los combustibles fósiles—, desengancharse de ese consumo energético requiere de grandes cambios civilizatorios, ya que existe una retroalimentación positiva entre los flujos energéticos y los modos de vida que se crean con ellos.
Actualmente, nuestra civilización se sostiene sobre cuatro materiales: acero, amoniaco, cemento y plásticos. Pero la producción a gran escala de estos depende de los combustibles fósiles (Smil, 2021). Por ejemplo, la síntesis del amoniaco que convertimos en fertilizantes para la producción agrícola necesita gas natural. De hecho, la agricultura moderna es altamente dependiente de subsidios energéticos a gran escala, tanto de forma directa (combustibles líquidos para las máquinas, tractores, sistemas de irrigación y procesamiento de granos) como indirecta (energía integrada en la síntesis de fertilizantes, pesticidas y herbicidas). Por eso, el reconocido ecólogo estadounidense Howard Odum dijo que hoy comemos papas hechas parcialmente de petróleo.
El resto de la energía la obtenemos de fuentes no fósiles, que vamos a llamar alternativas. Al abrir la carta de lo que nos ofrece el menú energético, podemos encontrarnos con una diversidad de opciones que contribuyen y podrían contribuir, en mayor o menor medida, a diversificar nuestra dieta. Acá podemos encontrar la energía hidroeléctrica, la solar o la nuclear, por ejemplo. Si además son regeneradas naturalmente de forma que podamos usarlas indefinidamente sin agotarlas —como la solar o la eólica—, podemos llamarlas renovables. Al año 2019, la más importante de ellas era la energía hidroeléctrica (7%), seguido de la nuclear (4%) y luego la eólica (3%). La solar, los biocombustibles y otras modernas suman el resto, aunque en las regiones más pobres del mundo, aquellas que aún no completaron sus transiciones energéticas a los combustibles fósiles, la biomasa es todavía fundamental. Si queremos una dieta saludable, vamos a tener que ser capaces de diversificar nuestro consumo energético, logrando que estas opciones sean cada vez más representativas en el menú.
Es importante entender que no porque un recurso sea renovable quiere decir que podamos usarlo sin límites. Las bioenergías —aquellas que surgen de aprovechar leña o aceites vegetales— son renovables solamente si las usamos a una tasa menor a la que tarda el planeta en reponerlas. Esta lección nos la enseña la deforestación causada por las sociedades de la Europa preindustrial: si hubiesen querido satisfacer sus necesidades de calefacción, cocina o fundición de hierro usando la madera al ritmo que le lleva a un bosque reponerla, no les hubiera alcanzado ni para el 2% del consumo total que de hecho tuvieron (Smil, 2017). Esta regla vale incluso para nuestro vínculo actual con los combustibles fósiles: los usamos 500.000 veces más rápido de lo que tarda la geología en producirlos (Murphy, 2021), como si salieran de una galera. Decimos que no son renovables porque su tasa de reposición no es relevante para nuestra escala temporal. Por el contrario, decimos que la energía solar es renovable porque del sol recibimos mucha más energía de la que podríamos consumir. De todas formas, es importante comprender que, si bien un recurso puede ser renovable —como el sol, el viento o el agua—, las infraestructuras que montamos para aprovecharlos no lo son, y requieren de combustibles fósiles para transportarse y de numerosos minerales para instalarse —cobre para los cables, litio para las baterías, acero para las turbinas eólicas—. Sobre esto vamos a profundizar sobre el final. Por lo pronto, importa saber que tanto la sustentabilidad como la renovabilidad de un recurso depende de la magnitud de su consumo.
Una pirámide de complejidades
Producir energía cuesta energía
Tanto desde la biología como desde la antropología, se ha pensado la favorable disponibilidad de energía como un factor determinante en la evolución y el aumento de la complejidad de plantas, animales y humanos (Hall et al., 2009). O sea, cuanto mayor es la disponibilidad de energía de un sistema, mayor es el tamaño y la complejidad que este puede alcanzar. Por eso, el acceso a la energía es una condición necesaria para el desarrollo de una sociedad. Sin embargo, no es una condición suficiente, ya que, como señala Vaclav Smil, reconocido investigador en energía, “ni la abundancia de fuentes energéticas ni un alto consumo de estas garantizan la seguridad de un país, el confort económico o la felicidad personal” (Smil, 2004).
Este vínculo complejo entre energía y desarrollo se puede ver de forma concreta al comparar el consumo energético de distintas sociedades con su desempeño en el Índice de Desarrollo Humano (IDH). Dentro del metabolismo industrial, hay sociedades que han podido asegurar dietas adecuadas, cuidado sanitario básico, escolarización y una calidad de vida decente con un uso energético bajo, mientras que otras consumen más del doble o triple sin mejoras equivalentes en su bienestar. O sea, mayores cantidades de energía redundan en un mayor desarrollo solo hasta un determinado nivel de ingresos (digamos, desde un país como Etiopía hasta uno como Turquía). Luego, hay una especie de saturación y más consumo se convierte en derroche (por ejemplo, desde Italia o Japón hasta Estados Unidos o Arabia Saudita). Esta relación no es estática en el tiempo, ya que los niveles de consumo energético necesarios para alcanzar el bienestar dependen de qué tecnologías usemos y de cómo nos organicemos social, cultural y políticamente para repartir las riquezas que generamos (Vogel et al, 2020).
Es fundamental comprender que, para consumir energía, primero hay que producirla, y producir energía cuesta energía. Ya sea para hacer funcionar las maquinarias en los yacimientos de hidrocarburos o bien las infraestructuras necesarias para aprovechar el poder del sol, del agua o del viento. Estas actividades productivas, como cualquier otra, son subsidiadas por la energía producida previamente.
Así, al restarle a la energía que contiene un recurso aquella necesaria para su producción, nos queda la “energía neta” que el recurso deja para reproducir a la sociedad en cuanto tal. Una forma de medir lo que rinde un recurso a la sociedad en términos energéticos, es dividiendo la energía que contiene dicho recurso por la energía que se necesitó para producirlo. Así, tenemos la “Tasa de Retorno Energético (TRE)”. Como explica el investigador Diego Roger (2019), la idea es bastante sencilla: supongamos que un barril de petróleo contiene 100 unidades de energía y producirlo cuesta 5 unidades, su TRE será de 20 (100/5=20). Mientras más alta sea la energía neta del recurso, mayor es el rendimiento energético, lo que implica más posibilidades de desviar recursos desde la subsistencia básica hacia el arte y la educación -como también a la guerra, según las prioridades de cada sociedad-.
Sucede que los humanos primero satisfacemos las necesidades fisiológicas y reproductivas para luego, progresivamente, satisfacer necesidades menos inmediatas -pero igualmente importantes-. Así, Lambert, Hall & Balogh (2013) proponen un ordenamiento jerárquico de “necesidades energéticas” requeridas para mantener una típica sociedad occidental moderna. Ese concepto tendría una forma de pirámide , donde las necesidades “inferiores”, que estén en la base de esa jerarquía (generación de energía) deben satisfacerse como condición previa para poder escalar hacia las “superiores”, como la producción de alimentos, la educación o el cuidado sanitario.
¿Cuál sería el rendimiento energético mínimo para sostener una sociedad industrial? Al explorar esta pregunta, los autores proponen pensar qué pasaría si nos costara tanto extraer el petróleo que su energía neta fuera 0 -o lo que es lo mismo, que el retorno energético (TRE) fuese de 1-. En ese caso, sólo habría energía para extraer el recurso y… mirarlo. No alcanzaría para nada más. Si fuéramos capaces de extraer un poco más de energía neta, además de mirarlo podríamos refinarlo, transformarlo en algo más útil y transportarlo hasta donde lo necesitemos. Se necesitaría una TRE de al menos 5 para producir granos y transportarlos en tractores al punto de consumo por rutas (Hall & Klitgaard, 2012), algo básico en cualquier sociedad moderna, y un retorno de 7 para mantener a las familias de los trabajadores involucrados. Mayores retornos se necesitarían si además quisieran ir a la escuela (9) o dedicarse al arte (14). Si bien el cálculo de estos números es muy complejo y está sujeto a gran variabilidad, el punto es claro: sostener altos niveles de complejidad requiere de energía abundante y barata, dos cualidades que dimos por sentadas durante los últimos siglos y que hoy enfrentan diversas amenazas…
¿El principio del fin?
La trampa energética
En primer lugar, tenemos que entender la paradoja intrínseca de los combustibles fósiles, que, mientras son esenciales para el mundo globalizado, amenazan la vida en el planeta como la conocemos. En segundo lugar, desde el campo de la economía biofísica (Georgescu-Roegen, 1971; Odum, 19171; Daly, 1977; Cleveland, 1984), se advierte que, en un mundo donde los recursos son finitos, es imposible sostener una dinámica evolutiva que vaya permanentemente hacia mayores niveles de complejidad, demandando siempre más energía.
Por un lado, tenemos un problema con la cantidad de recursos hidrocarburíferos disponibles: los yacimientos se agotan. Si bien los avances tecnológicos nos han permitido alcanzar recursos que antes eran inaccesibles, esto trae aparejado un segundo problema: la calidad de los recursos energéticos empeora, ya que los de mejor calidad y más fácil acceso se utilizan al principio, lo que deja los de inferior rendimiento y mayor costo para el final. Esto se traduce en lo dicho anteriormente: cada vez cuesta más energía producir energía. A modo de ejemplo, en 1930 alcanzaba con perforar el suelo unos 20 metros para extraer petróleo, lo que permitía obtener retornos energéticos cercanos a 100, mientras que hoy más del 90% de los nuevos descubrimientos de yacimientos ocurren o bien en las profundidades del océano o en la roca madre, con tasas de retorno energético que oscilan entre 5 y 18 (Hall, Lambert & Balogh, 2013).
Lo paradójico de esta situación es que, mientras el descubrimiento de nuevos yacimientos incrementa las reservas brutas de recursos, la energía neta disponible para la sociedad puede ser cada vez menor. Esta situación es conocida como trampa energética, algo que a los indicadores económicos les cuesta capturar (Sers, 2018; Kessides, 2011; Zenzey, 2013). En general, la evidencia muestra que el rendimiento energético de los combustibles está en descenso y que, si bien las fuentes alternativas tienen un rendimiento mucho menor que los combustibles tradicionales, presentan una tendencia creciente gracias a mejoras tecnológicas y de eficiencia.
Hoy, la producción de combustibles líquidos demanda aproximadamente el 15% de la energía generada por esos mismos combustibles, y para 2050 se estima que la mitad de la energía que generen va a ser deglutida en su propia producción (Delannoy et al., 2021). Este hecho por sí solo pone en riesgo la sociedad moderna tal como la conocemos (Tainter, 1988; Diamond, 2005), pero también atenta contra cualquier posibilidad de solución al problema: ¿seremos capaces de producir la energía necesaria para montar una nueva infraestructura energética que sea sustentable? ¿Tenemos la energía que hace falta invertir para mitigar la crisis climática? En cualquier caso, ya sea por escasez o por voluntad, una nueva transición energética es inminente, lo cual impactará en nuestras sociedades de formas que todavía es muy difícil predecir.
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Referencias
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- Fernández Durán & Gonzalez Reyes (2014). En la espiral de la energía.
- Fischer-Kowalski M, Haberl H. 2007. Socioecological Transitions and Global Change: Trajectories of Social Metabolism and Land Use. Elgar: Cheltenham, UK
- Haberl, H., Fischer-Kowalski, M., Krausmann, F., Martinez-Alier, J., Winiwarter, V., 2011. A socio-metabolic transition towards sustainability? Challenges for another Great Transformation. Sustainable Dev. 19, 1–14
- Hall, C., A., S., Balogh, S. & Murphy, D., J., R. (2009). What is the Minimum EROI that a Sustainable Society Must Have?
- Harari, Y., (2014). Sapiens.
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