Energía, ¿Para qué?

Ilustración por Victoria Herbas Roldán.

¿Transición energética para qué? ¿Para quiénes? ¿En qué nos vamos a agotar el presupuesto de carbono restante? ¿Puede toda la humanidad vivir bien dentro de los límites del planeta?

Por Juan Ignacio Arroyo
Tiempo de lectura: 14 minutos

Este texto es la tercera parte de una serie de recortes del capítulo de Energía del Proyecto Clima de El Gato y La Caja. Incluye material inédito y todas la fuentes bibliográficas. El capítulo completo lo podés leer gratis acá o comprar el libro acá.

Más allá del cambio climático

La preocupación legítima por el cambio climático lleva a que sea la única preocupación de muchos autores, quienes parecen considerar posible una expansión ilimitada del uso de energía siempre y cuando esta sea libre de emisiones de dióxido de carbono. En realidad, todas las fuentes de energía libres de carbono están asociadas con diferentes costos y riesgos ambientales y sociales.

Morosini, M. (2020).

Los impactos ambientales de cada sistema energético creado por el humano van más allá de las emisiones de GEI que contribuyen al cambio climático. Generar energía, por más limpia que parezca, tiene impactos que comprometen distintos ecosistemas. La energía hidroeléctrica es un ejemplo. Regiones enteras fueron inundadas por la construcción de grandes represas en el pasado. Estados Unidos, por ejemplo, redujo sus emisiones en la década pasada gracias a haber reemplazado carbón por gas no convencional, a costa de promover el fracking en su territorio. La lista de impactos ocasionados por distintas tecnologías es larga, lo que configura zonas de sacrificio en distintas regiones, ya sea por la extracción de minerales para la fabricación de dispositivos tecnológicos, la producción de desechos o la emisión de otro tipo de gases contaminantes que afectan la salud. En muchos casos, tenemos que hablar de soluciones de compromiso, donde se trata de elegir el mal menor. Pensemos en las energías renovables. Lo renovable es el recurso aprovechable, o sea, los flujos de energía, no la infraestructura que hace falta para capturarlos. Los aerogeneradores en un parque eólico tienen una vida útil de unos 20-25 años. Las baterías de los paneles solares y de los autos eléctricos no llegan a los 10. 

Cantidad de materiales necesarios para construir y hacer funcionar distintos tipos de centrales eléctricas de bajas emisiones de GEI por unidad de energía generada. Fuente: Clima. Figura 2.1.14. Por Belén Kakefuku, en base a Gates (2020).

Existen estudios que muestran que, sin planificación estratégica, el aumento en la extracción de minerales para las energías renovables exacerbaría aún más las amenazas contra la biodiversidad (Sonter, 2020). Además, el 70% de los proyectos mineros de las compañías más grandes del mundo operan en regiones con estrés hídrico (Banco Mundial, 2020), lo que supone un peligro para el acceso al agua de las poblaciones locales. En Argentina, esto se traduce en conflictos territoriales, como los desatados en provincias como Chubut, Mendoza, Jujuy y Catamarca. De hecho, más de la mitad de las iniciativas en minería fueron canceladas o suspendidas por la resistencia social que generaron (Berger et al., 2020). En un país que cuenta con grandes reservas de minerales demandados por todo el mundo para avanzar con la electrificación y el desarrollo de tecnologías bajas en carbono, como lo son el litio y el cobre (Dirección Nacional de Promoción y Economía Minera, 2020), resolver estas tensiones debería ser primordial. Los Estados deben generar mecanismos de gobernanza que incluyan a las comunidades locales en las decisiones y los beneficios de los proyectos mineros. Las decisiones con la gente adentro.

Evolución de las turbinas eólicas. Las turbinas más grandes del mercado superan a la Torre Eiffel. La generación de energía aumenta más que proporcionalmente con el tamaño, lo que motiva diseños cada vez más grandes. Fuente: Banco Mundial, 2020.

Pero hay un aspecto más problemático, del que menos se habla: la disponibilidad de minerales críticos. Aun si tuviéramos energía abundante del hidrógeno y las renovables, existen límites materiales: por cada dólar, nuestra economía global requiere más de un kilo de materiales. En los escenarios de carbono neutralidad de la IEA, para el año 2050 la demanda de litio podría multiplicarse 130 veces respecto a la actual, mientras que la de níquel y cobalto, 40 veces (Turiel, 2022). Cuando una energía es menos densa, como las renovables, consume más recursos, ya sea espacio físico o materiales. Existen serias dudas sobre la posibilidad fáctica de que la producción de estos minerales pueda alcanzar tales valores, no solo por las reservas disponibles, sino también por la escasez de combustibles fósiles para hacerlo (1). Hay estudios que alertan que una rápida transición energética global hacia mayores niveles de consumo con fuentes bajas en carbono puede verse limitada por falta de combustibles líquidos críticos (Delannoy et al., 2021). La era de energía abundante y barata que estos posibilitaron puede tener fecha de caducidad en las próximas décadas.

El horizonte no es el norte

Desigualdades

La tensión entre emisiones y minería deja en evidencia algo muy importante: el problema no está solo en las fuentes de energía, sino también en cuánto consumimos, quiénes y para qué. Desde 1950, la población mundial se multiplicó por tres. El consumo energético global, por seis. De seguir con las tendencias actuales, para mitad de siglo los niveles de demanda serán muy superiores a los necesarios para evitar las peores consecuencias del cambio climático. Si ya es difícil reemplazar la actual magnitud de energía fósil, mucho más difícil será reemplazar un volumen todavía mayor. Sin embargo, decir que consumimos mucho esconde una realidad repleta de desigualdades, en la que un puñado de personas esquían en pistas de nieve artificial en el medio del desierto, mientras millones consumen menos electricidad al año que una heladera. Esto se traduce en que el 1% más rico de la población global emite más que el 50% más pobre.

Sería un despropósito que la cantidad de emisiones que nos quedan se agoten en la canaleta de las carreras de millonarios al espacio o en acondicionar estadios para jugar mundiales de fútbol en el desierto. Mientras los combustibles fósiles sigan dominando el consumo de energía, el sobreconsumo de unas minorías exacerbará las injusticias sociales y climáticas. Si la desigualdad y la afluencia de una minoría están en el centro de los impactos ambientales (Wiedmann et al., 2020), también deberían estar en el centro de las políticas para resolver este caos.

Sería un despropósito que el presupuesto de carbono restante se agote en la canaleta de las carreras de millonarios al espacio o en acondicionar estadios para jugar mundiales de fútbol en el desierto.

Uno de los mayores desafíos de la actual transición energética es el de reducir las emisiones y al mismo tiempo sacar de la pobreza energética a las miles millones de personas que todavía no tienen acceso a energía segura y de calidad. La energía es más que un derecho, es una condición de posibilidad de derechos. Quien no tenga otra fuente de energía al alcance de un botón o una perilla se va a ver en la obligación de calentar su comida o su hogar con combustibles como madera y carbón, lo que se traduce en impactos como deforestación o la contaminación del aire doméstico. Una familia sin acceso a energía moderna no puede refrigerar la comida, acceder a internet, ni estudiar cuando es de noche. Garantizar su acceso para toda la población sin dudas va a incrementar el consumo energético y el uso de los combustibles fósiles que pretendemos abandonar.

A modo de ejemplo, India tiene cerca de 300 millones de personas sin acceso a electricidad, lo que equivale a toda la población de Estados Unidos viviendo literalmente en la oscuridad. Al mismo tiempo, India tiene una de las mayores fuentes de carbón del mundo, lo cual le puede proveer a sus habitantes acceso a energía barata. Millones de personas en la pobreza parecen un motivo suficiente para aprovechar una fuente de energía barata y abundante. Ahora bien, si asumimos que el consumo energético de una porción de la población va a aumentar en un planeta que no da más, seguro también habrá que desarrollar mecanismos para disminuir el consumo del resto de la población, particularmente de quienes más excesos presentan. En este sentido, el estándar de consumo de países ricos como Noruega o Estados Unidos puede enviar un mensaje peligroso hacia los países en desarrollo: muchos de ellos pueden sentir legítimo perseguir un incremento de su consumo hacia un horizonte que es ecológicamente inalcanzable por toda la población mundial (Morosini, 2010; Arroyo, 2020; Haberl et al. 2011). De hecho, no hay ningún país en el mundo que logre satisfacer las necesidades de su población sin exceder los límites planetarios: nuestros sures necesitan horizontes que no sean nortes.

Nuestros sures necesitan horizontes que no sean nortes

Por estos motivos, establecer como horizonte un mundo que funcione completamente a energía generada con fuentes renovables y limpias está bien, pero siempre y cuando introduzcamos la discusión necesaria de cuánta energía vamos a necesitar, para qué la vamos a usar y a quiénes vamos a priorizar. En palabras de Pablo Bertinat (2021), destacado investigador en energía, “no tiene sentido avanzar en un proceso de cambio de fuentes de energía mientras siga siendo un sistema energético corporativo, centralizado y desigual. Impulsar una transición energética debería generar cambios no solo en el entramado tecnológico, sino también en el entramado social y político” . 

El hecho de que las energías renovables solo sean capaces de generar una pequeña parte de lo que nuestra sociedad fósil moderna devora hace que muchos cuestionen su capacidad. En realidad, más que al planeta, lo que difícilmente puedan salvar las renovables es a una sociedad consumista (ver Shellenberger, 2018; Trainer, 2007 y Wiedmann et al., 2020). Las renovables pueden ser las energías dominantes de una gran sociedad, aunque bien diferente a la actual (Fernández Durán & González Reyes, 2014; Hagens, 2022). Sin incorporar esta discusión, corremos el riesgo de cargar sobre estas tecnologías objetivos imposibles de cumplir, y luego echarles la culpa por el fracaso (Giampietro & Funtowisz, 2020). Hay cada vez más evidencia de que para revertir el colapso ecológico se necesitan cambios drásticos en la sociedad contemporánea y en la economía global que la integra (Millward-Hopkins et al., 2020; IPCC, 2022). La descarbonización de la matriz energética, de la forma en la que se la concibe en la agenda hegemónica, es similar al anhelo de que una porción de la población siga comiendo postres como lo hace, pero sin azúcar ni grasas trans. No es una tarea fácil, y esto lo sabe cualquiera que haya probado una gaseosa zero azúcar o la versión light de un postrecito. Nunca es lo mismo. Hay cada vez más evidencia que para revertir el colapso ecológico se necesitan cambios drásticos en la sociedad contemporánea y en la economía global que la integra. Ahora bien, generar cambios profundos en toda la sociedad no es algo que vaya a suceder de un día para el otro. ¿Hay algo que podamos hacer mientras tanto? ¿Se puede hacer algo sobre la demanda? Si una sociedad sustentable sería deseable, ¿cómo hacerla factible?

Menos es más

Políticas de eficiencia y suficiencia

Hay estudios que demuestran que el consumo global de energía en 2050 podría ser igual al de 1960 y todavía satisfacer las necesidades de todas las personas, incluso con una población tres veces más grande (Milward-Hopkins et al., 2020). Para lograrlo, se requiere combinar dos cosas: usar la mejor tecnología ya disponible y generar transformaciones radicales en la demanda. En otras palabras, políticas de eficiencia y suficiencia. Las primeras tienen más que ver con políticas tecnológicas, y las segundas, con cambios socioculturales. Las dos van de la mano y son necesarias en conjunto, porque se complementan entre sí. Ambas forman parte de políticas que ponen el énfasis en la transformación de la demanda, que a su vez deben combinarse con políticas que transformen la oferta (reemplazar las fuentes fósiles por energías limpias).

Las políticas energéticas pueden ser de oferta y de demanda, tanto tecnológicas como socioculturales. Transversal a todo el cuadro se encuentran los marcos institucionales que hacen que las políticas sean sostenibles en el tiempo, como así también los incentivos económicos y los esquemas de financiamiento. Fuente: Clima. Figura 2.1.16. Por Belén Kakefuku.

Las políticas de eficiencia consisten en gestionar el uso de la energía para obtener los mismos servicios energéticos con menor consumo o mejores servicios consumiendo lo mismo. Estas medidas son transversales a todas las actividades económicas. Se trata de, por ejemplo, mejorar la aislación térmica de hogares o edificios públicos para que no pierdan calor por las ventanas, reemplazar equipamiento ineficiente por artefactos modernos, optimizar procesos industriales. Según la IEA (2021), el conjunto de estas medidas podrían contribuir en un 40% a los objetivos de mitigación del Acuerdo de París. Un ejemplo paradigmático para el caso argentino es la cantidad de energía que gastamos en calentar agua: casi el 10% del consumo total (Gil, S. et al., 2016). Lo irrisorio aparece con los consumos pasivos, por ejemplo, el piloto de los calefones. Esa llama prendida las 24 horas del día (solo por las dudas) se lleva aproximadamente entre el 10% y el 18% del consumo de gas de los hogares, al punto que reemplazar equipos ineficientes a gas por equipos solares modernos podría ahorrar un 90% del combustible utilizado para ese fin (Gastiarena et al. 2017; INTI, 2020; Gil et al., 2016). No hay motivo para no impulsar masivamente la producción local de termotanques y calefones solares cuanto antes. En general, el costo inicial de estas medidas se paga con el ahorro energético que generan, al reducir el costo de la tarifa para los usuarios o el costo fiscal para el Estado en caso de que existan subsidios a la energía (Fundación Bariloche, 2021).

La mayoría de las políticas de eficiencia que son costo-efectivas generan numerosos beneficios en toda la economía: reducen la tarifa energética para las personas, ahorran subsidios al Estado, mejoran la competitividad de la economía y descomprimen el sistema de transporte de energía, además de reducir impactos ambientales. Tampoco es que haya que inventar la rueda. La Fundación Bariloche (2021) trabajó durante varios años para desarrollar el Plan Nacional de Eficiencia Energética, que sería un insumo clave para la política pública. En él, se muestra que implementando un paquete de 10 medidas se podría ahorrar el 40% de energía y 9 mil millones de dólares, respecto a un escenario tendencial.

A pesar de su importancia, la eficiencia energética todavía no parece ser central para el Estado, que la atiende únicamente en acciones aisladas sin continuidad (Godfrid, 2021). Se necesita establecer programas y políticas de largo plazo de carácter integral, con un plan para resolver las restricciones que enfrenta este tipo de políticas y una legislación acorde. Se trata de poner el tema en agenda y darle prioridad.

Pero tampoco hay que ilusionarse demasiado con que la tecnología y la eficiencia nos vayan a salvar del colapso ecológico. De hecho, si hay algo que sabemos hacer bien los humanos es desarrollar tecnologías cada vez más eficientes. Es lo que venimos haciendo desde la Revolución Agraria. El problema es que las mejoras de eficiencia han generado ahorros inicialmente, pero luego también han servido para incrementar la productividad y habilitar un mayor consumo (Brockway et al., 2017; Sakai et al., 2018; Ayres & Warr, 2010). Esto es lo que se conoce como efecto rebote. Producir más eficiente permite producir más barato y que más personas consuman. Al final, el consumo global termina siendo superior. Este efecto ya había sido observado hace más de 200 años por el economista inglés William Jevons, cuando al instalar las máquinas a vapor predijo que el resultado final no iba a ser un ahorro de energía, sino mayor consumo global. No se equivocó, y el efecto rebote —también conocido como la Paradoja de Jevons— se convirtió en una regularidad a lo largo de la historia. También podemos ver este mismo efecto desde la perspectiva de la oferta. Los menores costos de la energía o de algún otro insumo habilitan la producción de nuevos bienes que de otra manera no hubiesen sido viables económicamente. O sea, cuando se abarata un insumo generalizado, el mercado se agranda, dando lugar a muchas actividades económicas son viables solo cuando hay energía barata.

Los menores costos de la energía o de algún otro insumo habilitan la producción de nuevos bienes que de otra manera no hubiesen sido viables económicamente. O sea, cuando se abarata un insumo generalizado, el mercado se agranda, dando lugar a muchas actividades económicas son viables solo cuando hay energía barata.

De todas maneras, estos efectos no deberían sorprendernos. ¿Por qué esperaríamos otra cosa? Mientras que los incentivos de las empresas estén orientados únicamente a maximizar sus ganancias y las economías necesiten crecer para repagar sus deudas y sostenerse, cada centavo ahorrado gracias a la eficiencia va a invertirse en producir más ganancias, lo que termina generando un aumento del tráfico global de átomos, bits y joules (Godfrid & Arroyo, 2022). Es la consecuencia lógica de un comportamiento sistémico que se orienta al crecimiento, sea como sea, cueste lo que cueste. A esto tenemos que agregarle que no solo usamos la tecnología para hacer cosas más eficientes que antes, sino también para hacer tareas con máquinas que antes hacíamos con los músculos. Desde que tenemos lavarropas, ya no usamos una misma camisa dos veces sin antes lavarla. La innovación tecnológica es una fuente constante de nuevos vectores de consumo, y cuando se la combina con marketing, también de nuevos deseos.

La innovación tecnológica es una fuente constante de nuevos vectores de consumo, y cuando se la combina con marketing, también de nuevos deseos.

Ya lo decía Thorsten Veblen, sociólogo y economista estadounidense, “los inventos son la madre de toda necesidad” (Morosini, 2010). Así como volar en avión se hizo mucho más barato con las décadas y hoy volar entre continentes es parte de la vida cotidiana de las clases urbanas acomodadas, lo mismo podría pasar en las próximas décadas con los vuelos al espacio.

“El resultado final de las ganancias de eficiencia siempre termina siendo un incremento del consumo, por lo que en definitiva, el desarrollo tecnológico no reduce los impactos ambientales, sólo disminuye la intensidad de su aumento”

Wiedmann et al., 2020

La innovación tecnológica puede ayudar a mitigar todo lo que el consumo genera, pero nunca alcanza. Esto no es un problema tecnológico, sino una falla sistémica a gran escala. No es que la eficiencia en sí no sirva, sino que es funcional a un sistema económico que necesita crecer para funcionar (Raworth, 2012). Para que efectivamente se traduzca en menores impactos globales hay que combinarla con políticas de suficiencia. En su sexto reporte, el IPCC destaca que “las políticas de suficiencia son una combinación de medidas y prácticas cotidianas que evitan la demanda de energía, materiales, tierra y agua mientras satisfacen las necesidades humanas de todas las personas dentro de los límites planetarios”  (IPCC, 2022).

El punto es comprender que la energía no es un fin en sí misma, sino un medio para proveer servicios que generen beneficios a la población. Que la energía realmente mejore la calidad de vida depende de qué tan eficientes seamos en transformarla en servicios benéficos y qué tan equitativamente estos sean distribuidos. Esto quiere decir que las formas en las que nos organizamos alrededor del uso de energías es tan o más importante que la fuente de energía en sí misma o de qué tan eficientes seamos para transformarla. Por ejemplo, una ciudad en la que las personas sean dependientes de tener un auto privado para moverse va a consumir mucha más energía que una en la que las personas puedan moverse caminando, en bicicleta o transporte público (te recomendamos el capítulo de movilidad de Clima). Algo similar sucede con la sociedad global, que depende de estructuras altamente complejas, con largas cadenas de suministro, altos niveles de transporte internacional y comunicación en tiempo real para que sus habitantes accedan a cosas elementales como alimento o energía. Los sistemas de energía en la actualidad son altamente centralizados: grandes parques de generación envían enormes cantidades de energía a grandes centros de consumo. Las distancias son tan grandes que casi nadie piensa dónde viene el gas que consume al abrir una perilla. Pareciera que sale de una galera, como si fuera magia.

En contraposición, las energías renovables abren la posibilidad de pensar nuevos sistemas descentralizados, donde la energía se genera donde se consume, según la heterogeneidad de los territorios. Podemos pensar en paneles o calefones solares, o una pequeña turbina en un arroyo, generando energía de forma distribuida en el territorio. Esta generación distribuida favorece la autonomía, la participación de la comunidad, el consumo energético cerca de su lugar de generación y una mejor gestión de posibles impactos socioambientales (Turco, 2018; Bertinat, 2022). En este sentido, en el año 2017 se sancionó el Régimen de Fomento a la Generación Distribuida, con el objetivo de facilitar que todos los ciudadanos conectados a la red eléctrica puedan generar energía para su autoconsumo y colocar el excedente a la red de distribución. Este tipo de iniciativas ofrecen muchísimas oportunidades de desarrollo regional y son una oportunidad para la democratización de la energía.

“Si fuera posible desprenderse de algunas ataduras epistemológicas, se podría ver que las opciones de políticas energéticas son múltiples. Es difícil vislumbrar muchas de ellas porque no son alternativas que generan consumo sino que evitan consumo. Pero esto no implica que no se genere empleo o trabajo para desarrollarlas. Sin dudas, es más complejo discutir cómo no consumir energía en lugar de dar rienda suelta a una demanda sin sentido. Pensar en consumir menos es disruptivo, aun cuando consumir menos genera trabajo, rompe la concepción mercantil capitalista de la energía y define un escenario que desconcierta la visión corporativa de la energía.”

Pablo Bertinat

Hay motivos para ser optimistas: se puede consumir menos y vivir mejor. Muchas de las políticas para reducir la demanda de energía también están orientadas a reducir la pobreza y mejorar el acceso a servicios públicos de la población. Estudios recientes para India, Brasil y Sudáfrica muestran que sus poblaciones podrían alcanzar una buena calidad de vida con niveles de consumo de energía mucho menores (Rao et al., 2019). Estudios hechos para todo el mundo encuentran resultados similares, con niveles de demanda compatibles con los objetivos climáticos (Grubler et al. (2018). En conjunto, estos estudios muestran que es técnicamente posible satisfacer las necesidades de todas las personas con la tecnología actual, si los recursos estuviesen más equitativamente distribuidos (Steinberger et al., 2010). Incluso, a nivel global, el consumo de energía en 2050 podría ser 60% más bajo que el de hoy en día y a la vez satisfacer las necesidades de todas las personas (Milward-Hopkins, 2020). Estos logros podrían darse modificando las formas en las que las sociedades proveemos servicios a las personas (Fanning et al., 2020).

Consumo de energía final para una «vida decente», según categorías de consumo. Promedio global comparado contra Rwanda, Uruguay y Kyrgyzstan. Las líneas punteadas representan el promedio global. Fuente: Milward-Hopkins et al., 2020.

Sucede que las políticas de eficiencia y ahorro energético son una de esas pocas cosas que logran relajar las tensiones de la política energética: es crucial para acelerar la descarbonización de la economía, contribuye a la seguridad energética y permite el acceso a mejores servicios para la población (ver parte previa de este artículo).

Aprovechar la tecnología disponible para descentralizar los sistemas energéticos y democratizar el acceso a la energía, construir viviendas sustentables que demanden poca energía, alentar el transporte público y promover las dietas basadas en plantas son soluciones esenciales desde el lado de la demanda para permanecer dentro de los límites planetarios (Vogel et al., 2020). Estos estudios muestran que estos niveles de energía son compatibles con buenos estándares de vida. Las implicancias son muy grandes: en suma, lo que nos dicen es que reducir el consumo de energía no implica volver a la época de las cavernas -salvo que hablemos de una época de cavernas con artefactos eficientes para calentar agua, cocinar, almacenar alimentos y darnos luz; una época donde haya salud universal, acceso a la educación para toda la juventud y jornadas laborales más cortas-. Este horizonte es viable, pero no es compatible con las normas económicas del presente (Milward-Hopkins et al., 2020). El desafío está en cómo hacemos para movernos de una situación actual donde la regla es la desigualdad social y el derroche ineficiente de energía, hacia un futuro donde las personas nos podamos organizar alrededor de la satisfacción de las necesidades humanas (Max-Neef, 1989). Un sistema así es posible, pero requiere de movimientos sociales y políticos que le den forma. La respuesta es más política que tecnológica, por lo que implica conflictos. Estas transformaciones parecieran desafíos inconmensurables, pero nada concentra a las mejores mentes como las crisis.

Este texto es la tercera parte de una serie de recortes del capítulo de Energía del Proyecto Clima de El Gato y La Caja. Incluye material inédito y todas la fuentes bibliográficas. El capítulo completo lo podés leer gratis acá o comprar el libro acá.

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Bibliografía

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